“… ¿No era pues justo que tú también tuvieras compasión de tu compañero como yo la tuve de ti?” Mateo 18, 21-35
La conclusión de esta parábola es contundente; la aplicación a mi vida también. Si yo misma he ofendido al Señor y he recibido su perdón, nada justifica mis resentimientos a no ser que crea que merezca más consideración que el mismo Dios. Por tanto, la medida de mi perdón no tiene límite. Lo contrario sería no acogerme al perdón divino sobre mis propias culpas. Pero si lo hago, es imprescindible que yo misma perdone.
Madre, enséñame a rezar coherentemente la oración de Jesús: Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden. (A.E.C.)