“Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue así mismo, tome su cruz cada día y me siga.” Lucas 9, 22-25
Nuestro Señor Jesucristo desde su Concepción por obra del Espíritu Santo en el seno virginal de la Santísima Virgen, vivió en total abnegación. Es decir, no vivió para darse gusto a sí Mismo sino para agradar a su Padre y nuestro Padre. Nació en una noche fría de invierno al abrigo de una cueva en pleno campo abierto. Apenas bebecito viajó con sus papás a Egipto y allí fue un verdadero desplazado, ayudó a su padre nutricio en su oficio fatigoso de artesano y supo de cansancio y quizás de exigencias de los clientes de su papá. No se sentó en una mesa de manjares exquisitos sino en una pobre y austera, pero llena de la paz y del amor entrañable de sus padres. Del sosiego de Nazaret pasó a los caminos polvorientos de su tierra, predicó en medio del rechazo de quienes lo llevaron al Calvario y a la muerte y sufrió la ingratitud de quienes habían recibido el beneficio de sus obras de infinito amor y poder.
Madre, ayúdame a tener siempre ante los ojos a Jesús y a ir tras Él. (A.E.C.)