“No crean que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir sino a dar plenitud.” Mateo 5, 17-19
No puedo relativizar “la Ley y los profetas.” Es decir, debo vivir en fidelidad a mi Dios en lo grande y en lo pequeño. El pueblo de Israel, el elegido por Dios, llegó a postrarse ante los ídolos. Fué preciso que Elías pidiera que cayera fuego del cielo para devorar el animal que había inmolado. Y el Señor lo escuchó. Entonces todo el pueblo postrado repetía: el Señor es Dios, el Señor es Dios. Debo quitar de mi vida todo lo que no agrade al Señor. ¡Él es mi Dios, mi único Dios! no puedo rendir culto a nada ni a nadie que no sea Él. Si al revisar mi día veo algo que no esté según su Querer, debo ser consecuente y pedir la gracia de enmendarme. Mi Madre querida es mi mejor modelo de fidelidad. No quiero abolir aquello que le agrada al Señor sino por el contrario debo ser delicada de conciencia.
Madre, repito contigo: “He aquí la esclava del Señor” y con los Israelitas: “El Señor es Dios, el Señor el Dios”(A.E.C.)