“Proclama dichoso el destino de los justos, y presume de tener por Padre a Dios.” Sab. 2, 1a. 12-22
Luis XIV, el gran Rey de Francia, alcanzó muchos éxitos militares, tuvo mucha fama y una corte fastuosa. Me encanta la pregunta con la que la criada respondió a la princesa cuando ésta le preguntó furiosa ante un pequeño error: ¿así tratas a la hija del Rey? Y la criada o doncella le respondió muy serenamente y con absoluta seguridad: ¿así tratas a la hija de Dios?. La joven recapacitó, tomó conciencia de su dignidad de hija de Dios, dejó aquél mundo de vanidad, soberbia y superficialidad e ingresó al Carmelo. Allí, disfrutó intensamente durante toda su vida de su inmensa dignidad de “hija de Dios.” ¿Qué más puedo pedir? Soy hija de mi Padre Dios. Quiero gritar continua, silenciosa y amorosamente: “Papá, Papacito, Abbá, Apá, Apacito.” Ninguna otra grandeza y felicidad puede compararse con esta: Dios es mi Padre, mi Padre es Dios.
Mamacita: digo Contigo: ¡Abbá Papacito! (A.E.C.)